National Arda III
Caminando entre orcos
Eloy Bouzas "Ancamal" y Mario Herrero "Ardias"
Allí estábamos nosotros, oh, Smágol, en la mecedora de nuestra casa, junto a la chimenea, con la mirada fija en El Dedo, con mayúsculas. Pensábamos en el Anillo. Con mayúsculas, también. Habíamos leído en algún lugar que ese Anillo era de un tipo con muy malas pulgas llamado Sauron, que lo había hecho para controlar la Tierra Media. ¡No había tenido fe ni nada, el tío! Pues en eso pensábamos. En todo lo que había pasado por culpa del Anillo, o gracias a él. Sin el Anillo, no tendríamos el padre que habíamos tenido ni seríamos el Smágol que éramos. Sí que existiríamos, pero no como ahora. Bueno, eso es otra historia que quizá contaremos más adelante.
Durante nuestra meditación, recordamos a los orcos. Esas criaturas que vivían a merced de Sauron en la Tierra Negra de Mordor, consideradas como bestias insufribles que merecen morir por su mera existencia. Y ese era un tema que nos angustiaba, oh sí. ¿En verdad son los orcos tan malos como los pintan? Pues nosotros no podíamos quedarnos quietos, teníamos que ir a investigar. Pero claro, ¿quedaría algún orco en la Tierra Media después de la caída de Sauron? Pues otro tema añadido a la investigación.
Así pues, cogimos nuestro taparrabos y una mochila pequeña, y comenzamos a llenarla con cosas esenciales para un viaje tan largo: varias sardinas malolientes (mmm, qué hambre), algún taparrabos de repuesto, agua… ¿qué más? Bueno, como no sabíamos qué más coger, pues metimos en la mochila el casco oxidado de orco, que por cierto tenía pintados en blanco dos colmillos, el trozo de torre, el anillo de madera y, por supuesto, El Dedo, con mayúsculas. Y con todo esto preparado, nos marchamos con nuestra pesada mochila en busca de los orcos, si es que alguno quedaba.
Fue un viaje largo y difícil hacia el este, hasta que por fin avistamos en el horizonte la gran ciudad blanca. Y más allá, las inmensas montañas que nos separaban de lo que ahora era el Mordor Expo. Por cierto, ¿habría cambiado? Quizá hubiese cosas nuevas dignas de ver. Supuestamente no quedaban orcos en la Tierra Media, así que, ¿qué íbamos a perder? Tras una caminata que nos llevó varios días, alcanzamos la inmensa Puerta Negra. La pintura que relucía en nuestra última visita no brillaba tanto, y le daba un aspecto más envejecido y descuidado. Estaba entreabierta, y alguien –o algo-, cuyo rostro estaba cubierto por un casco, vigilaba la entrada. Entonces llegó por detrás nuestro un campesino de Gondor, que probablemente acudía a la reconstrucción de la Tierra Negra. ¡Cuál fue nuestro asombro, cuando el vigía se sacó el casco, mostrando una repugnante cabeza de orco, y de una estocada decapitó al pobre viajero!
Ah, pero nosotros teníamos un as en la manga. Antes de acercarnos, sacamos de la mochila el casco oxidado, con lo que el peso quedó reducido considerablemente, y nos lo pusimos. ¡Ah! Qué gusto. El casco había sido perfumado con el dulce aroma de las sardinas podridas.
Nos acercamos a la Puerta, y el vigilante gruñó algo.
- ¿Contraseña?
Nos rascamos la coronilla. Aquello no lo habíamos previsto. Pero entonces recordamos la naturaleza de los orcos, y con la voz más ronca que nos fue posible, le gritamos:
- ¡Déjame pasar, saco de huesos, o te rebano el pescuezo!
El vigilante sonrió, gruñó y nos dejó pasar. Cuando entrábamos, le oímos susurrar:
- Otro que vive del pescado crudo.
Aligeramos el paso. La reconstrucción de Mordor estaba muy distinta a como la habíamos visto la última vez. Las maquetas estaban todas tiradas, algunas hechas pedazos, otras ardían. Varios grupos de orcos rugían y discutían aquí y allá. ¿Qué estaría pasando? Continuamos caminando, y llegamos hasta la torre de Barad-dhûr. Allí había otro orco vigilando la entrada, y desde lo alto de la torre se oían gritos, súplicas y latigazos.
Cuando nos disponíamos a ir hasta allí, alguien nos cogió del brazo y nos arrastró a una tienda de campaña, donde estaba fumando pipa un orco muy anciano.
- ¡Siéntate! –gruñó. Nosotros obedecimos, sin saber muy bien de qué iba la cosa- ¡Has tardado mucho en llegar, aprendiz!
¿Aprendiz? Ese orco estaba loco, o algo.
- ¿Cómo que aprendiz? –le preguntamos.
- ¡Llevas la marca, estúpido! Tu casco indica que eres mi aprendiz.
¡Vaya! Así que ese era el significado de los dos colmillos blancos pintados en el casco.
- ¿Quién es usted? –preguntamos, usando de nuevo la voz ronca.
- ¿Qué quién soy? ¡Vaya por Sauron! ¡Soy el Maestro Thúrtuk, quién sino! Soy el único orco con cultura de todos los que vivieron, viven o vivirán. Claro, cuando Sauron era un ojo de fuego, me consideraba muy viejo para luchar, y lo único que podía hacer era leer. Tardé mucho en aprender a hacerlo, desde que torturaron a ese engendro llamado Gollum hasta que el tonto de Saruman perdió la guerra en Cuernavilla. He aprendido mucho. ¡Pruébame! ¡Vamos, pregunta lo que sea, sin miedo!
Así que lo teníamos que poner a prueba. Bueno, nosotros también conocíamos bastante las historias de Arda, así que no íbamos a tener problema.
- ¡Vamos, pregunta! Y haz el favor de no hacerme preguntas liosas.
- A ver… ¿quién es Théoden y cómo murió?
- ¿Ar? –Thúrtuk se rascó la cabeza- ¡Ah, ya! Dices ese príncipe de La Comarca que se cayó de un puente por culpa del Balrog.
¿Qué decía éste? Bastante extraño nos parecía estar repasando con un orco la historia de Arda, como para que éste mezclase cosas sin sentido.
- Pues no, es el rey de Rohan, y murió en la batalla del Pelennor –le corregimos con orgullo.
- ¡Bah, te dije que no me liases! ¡Hazme una más sencilla!
- De acuerdo. ¿Quién es Míriel?
- ¿Míriel? Espera, ¿cuál de las doce?
Eso ya era el colmo. Pero bueno, éramos su aprendiz, así que teníamos que seguirle el juego.
- Esto… la quinta, por orden cronológico.
- ¡Ah, demonios, esa me la sé! ¿No es la que le quitó la corona a un elfo, y murió huyendo del mar?
- Pues no, es la que…
- ¡YA BASTA!
El maestro se levantó bruscamente, con los ojos inyectados en sangre. ¡Estaba realmente furioso! Pero, ¿qué habíamos hecho nosotros, sino seguirle el juego? Quizá fuese precisamente por eso.
Dicho eso, se dio la vuelta y desenfundó su espada. O lo intentó, porque estaba oxidada, y le estaba costando sacarla de la funda. ¿Íbamos a esperar a que nos rebanase el pescuezo? No señor. Rápidamente, sacamos de la mochila el trozo de roca de la torre de Cirith Ungol que recibimos en nuestra visita al Mordor Expo 2006, y nos acercamos a él. en el preciso momento en que arrancaba la espada de la vaina con violencia, recibió un golpe seco en la coronilla que lo dejó tieso. Allí lo dejamos, tirado en el suelo. Cogimos el arma del crimen, y nos marchamos.
Decidimos que iríamos a la torre de Barad-dhûr, a ver de dónde salían aquellos gritos. Nos acercamos al guardia.
- ¡No puedes pasar! –espetó- Esto es propiedad privada.
- ¿No puedo hacer nada para entrar?
- ¡Pagar!
Bueno, otro caso fácil. Abrimos nuestra mochila y sacamos la réplica de madera del Anillo Único, y se lo dimos. el orco lo examinó con curiosidad, pero unos segundos después lo arrojó al suelo y lo rompió de un pisotón.
- ¡Esto no…!
No pudo terminar la frase, porque se convirtió en la segunda víctima del golpe letal de la roca de Cirith Ungol. Acto seguido, entramos a la torre y subimos las escaleras.
Allí, escondidos en los últimos escalones, descubrimos la procedencia de los gritos. Había tres personas atadas contra la pared. Una de ellas era un hombre calvo, de rostro más o menos ovalado. Había también una mujer morena, y un enano con una larga y oscura barba. Los tres miraban a un orco que blandía un látigo en la mano derecha.
- Pero, buen hombre… Que es por una buena causa… -le dijo el enano.
- ¡No! –gruñó el orco- ¡Lo que habéis hecho ha sido imperdonable! ¡Convertir la tierra del Señor Oscuro Sauron en un parque temático!
- Discúlpeme –dijo el hombre calvo-, pero si nos deja en libertad sin ofrecer resistencia, hablaré con mi contacto filólogo de Minas Tirith, especialista en el lenguaje orco, que hablará con el rey para que…
- Déjalo, maese Bruka –interrumpió el enano-. ¿No ves que no? Es que no. Hablar con este orco es gastar saliva, y yo quiero ahorrarla para después- se relamió maliciosamente.
- ¡Silencio! –gruñó el orco, blandiendo el látigo de forma amenazante- Si no os calláis…
Se detuvo en seco, y cayó al suelo, inerte. Podríamos llamarlo “el tercer afectado por el síndrome del trozo de roca”. Saltamos sobre el orco y, con su misma arma, cortamos las cuerdas de los tres presos, que nos dieron mil gracias. Luego, con nuestra ayuda, cruzamos un asqueroso túnel lleno de huesos y telarañas pegajosas, bajamos una escalera realmente inmensa y, tras unos días de camino, llegamos a Minas Tirith, donde acompañamos a nuestros tres nuevos amigos a ver al rey.
- Majestad –saludó el enano con una reverencia-, mi nombre es Tharkas, hijo de Mormal, de la antigua fortaleza de Tumost en el agujero del abismo de Moria. Estos son mis compañeros Bruka y Eamanë. Y él es Smágol, nuestro salvador. somos los responsables de la reconstrucción de Mordor a modo cultural, pero los orcos, que no sabemos de dónde han salido, han invadido la Tierra Negra.
- En tal caso –respondió el rey, poniéndose en pie- enviaré mis soldados para que no dejen ni uno en pie, y…
- Disculpad –interrumpimos cortésmente con una reverencia-, ¿por qué haréis eso? ¿Qué han hecho los orcos, sino regresar al lugar donde vivieron?
- Smágol –respondió-, otro gobernador, como podría ser Denethor, antiguo senescal de Gondor, te condenaría a pena de muerte por oponerte a una decisión real. No obstante, comparto tus dudas. Los orcos tienen derecho a la paz, ahora que no tienen un líder severo que atice a aquellos que no luchan contra los pueblos libres. Dejemos, pues, esos orcos a sus anchas, pero si siguen el mismo camino que aquel que marcó el Señor de la Tierra Negra, sufrirán el castigo que merecen.
- Así sea.
Los cuatro hicimos una reverencia, y nos marchamos. Mientras descendíamos la ciudad, Bruka comentó:
- ¿Sabéis? Se me ha ocurrido algo novedoso, que se hará famoso en la Tierra Media. Podríamos empezar a hacerlo en breve, pero no se lo comentéis a nadie de momento. En cuanto podamos, nos pondremos a ello. Tharkas, necesitaría tu ayuda. Eamanë y Smágol, cuento con vosotros.
- Descuida –respondimos los tres al unísono.
- Está bien, pero ahora nos vamos a comer, y luego hablamos –dijo Eamanë.
Y los tres abandonamos la ciudad, y en medio del Pelennor, cada uno comió lo que llevaba en su mochila Nosotros mordisqueamos las deliciosas sardinas pescadas por nuestro padre un mes antes de servir de guía a los medianos, mientras que Eamanë comía un pastel de cerezas de Lindon; Bruka, un poco de lembas tostadas con manteca de Mûmakil, y Tharkas, un manjar ideado en La Comarca, algo que llamaban tortilla. Los cuatro mirando hacia Mordor, donde quizá los orcos estuviesen maquinando algún perverso plan de guerra, con lo que nuestras aventuras no terminarían aún, ni mucho menos.
Y después de almorzar, Bruka nos explicó su proyecto y, créanme, no se arrepentirán de conocerlo llegado el momento.
© Eloy Bouzas "Ancamal" y Mario Herrero "Ardias", 2006.